Se sale rodando muy rápido.
En cuestión de segundos perdimos a Eduardo; se quedó por detrás.
Miles de ciclistas atavesando Sabiñánigo. Yo tranquilo. Concentrado. Atento a los ciclistas que están a mi alrededor, ligeramente pendiente de Jesus, ausente de todo lo demás.
Nos costó encontrar un grupo para rodar camino de Jaca. De hecho no creo que llegásemos en ningún momento a encontrar un grupo. Saltábamos de un grupo a otro que parecía llevar un ritmo más adecuado, pero no permanecíamos mucho tiempo en el, enseguida saltábamos a otro grupo que prometía mejor ritmo.
Mejor, que no necesariamente más rápido. Atención, no tensión. Ritmo, no desgaste.
Cerca de Jaca me di cuenta que había perdido a Jesus, se había quedado por detrás.
Sólo. Atento, concentrado, tranquilo, controlando.
Somport empieza suave. Grupos de ciclistas me adelantan, ruedan a mucha velocidad. Adelanto a grupos de ciclistas, suben muy despacio. Yo a mi ritmo, cómodo, centrado en mi mismo.
Siento que se me cae una barrita. Miro para atrás, al suelo. Es una Special K. Lo siento, es una cerdada, pero no paro. Tengo suficientes barritas. Estoy subiendo. Hay muchos ciclistas. Siempre tengo disculpas.
Justo antes del avituallamiento vi al hermano de quien nos había alquilado la casa en Orós Bajo. Sabía que le conocía pero no quien era. “Yo a ti te conozco” grité. Me sonrió y me saludó con un movimiento de cabeza. Al ver como se movía caí en quien era. Demasiado tarde.
En el avituallamiento de Canfranc alguien grita que está lloviendo en la parte francesa. Lo esperábamos; yo también, por lo que no me inmuto.
Me ofrecieron un vaso de gatorade. Lo tomé sin parar. Me lo bebí. ¿Qué hago con el vaso? Hay muchos por el suelo, pero yo lo llevo en una mano hasta que paso al lado de un espectador. Le entrego el vaso y le pido que lo tire.
Frontera con Francia. Me invaden los recuerdos, frio, niebla, lluvia, igual que el año pasado. Me llama la atención una chica. Sobresale del resto de los espectadores, está ofreciendo periódicos. Yo cojo uno.
Muchos son capaces de ponerse el periodico sin parar. Yo no. Yo paro; meo, me pongo el periódico, me doy cuenta de que he perdido un manguito, me pongo en el brazo derecho el que me queda. Me pongo el chubasquero, saco un plátano y me pongo en marcha. La cuestión es ponerse. Me he cronometrado dos minutos de parada.
Concentración. Atención. Se que la bajada es complicada. Está lloviendo, hay niebla. No se ve bien. Oigo pitidos, alguien está haciendo sonar un silbato. Entre la niebla aparece un voluntario con chaleco reflectante agitando una bandera roja mientras sopla su silbato. Viene una curva peligrosa. Es el momento de arrepentirse de no haber cambiado las zapatas de frenos el día anterior; pero mi norma es clara: no estrenar nada el día de una prueba. Nada, ni siquiera las zapatas de frenos. Haberte dado cuenta antes. Ahora céntrate en el descenso.
Seguramente hacía frío; yo no me acuerdo. Seguramente el paisaje era precioso, pero apenas podía ver unos metros delante de mi. Seguramente merecen más, pero no pude dejar de gritar un GRACIAS a cada voluntario que había decidido pasar la mañana de un sábado agitando una bandera y haciendo sonar un silbato unos metros antes de cada curva peligrosa.
Rápido, muy rápido se llega al valle. Rápido, muy rápido se rueda; el terreno es favorable.
Comer. El plan era comer en este punto. Una barrita. Beber. Pero agua. No mezclar barritas con líquido isotónico, no me acuerdo del porqué. Otra barrita; bebe un poco más de agua.
Me adelanta un grupo. Acelero para ponerme a rueda. Los que van delante me salpican. Hecho de menos los guardabarros que llevamos en Inglaterra.
Nuestro grupo alcanza a otro. Los adelantamos y parte del grupo alcanzado se suma a nosotros. Así varias veces. Al poco el grupo es muy numeroso y sigue siendo rápido. Un buen grupo.
Yo concentrado. Silencioso. Pensando siempre donde colocarme. Atento a las frenadas, a los acelerones. Caí en la cuenta de lo mucho que había aprendido a rueda de los Kingston Wheelers. Me sentía cómodo, no me costaba.
De repente el giro a la derecha. Lo reconocí. Era el comienzo de la Marie Blanque. La carretera se estrecha. La velocidad dismimuye. Paro a mear, me quito el periódico, el manguito y el chubasquero. Yo lo decía Javi “si luego te sobra todo”.
Los primeros kilómetros son sencillos. La carretera esta llena de ciclistas, adelanto a muchos, me adelantan pocos, pero yo no estoy forzando. Observo. Un ciclista grita, está de cachondeo. Muchos hablan. El ambiente es distendido. Yo no me dejo llevar por la euforia, en la dama blanca he sufrido; tiene mi respeto.
Los kilómetros buenos pasan rápidos y llegan los malos, que pasan muy despacio. Eternos, interminables, pesados, duros. El plan decia “mételo todo y sube lo más relajado posible; regula, ahorra”. Eso hice. Aun así subía rápido respecto a los que me rodeaban.
La mirada al frente. La carretera encajada entre verdes laderas. La bruma aporta ese toque onírico, celta. La carretera en pendiente, dura pendiente, llena de ciclistas. Cientos de ciclistas.
El silencio...
El silencio de los que se esfuerzan, el de los que se tienen que bajar de la bicicleta. El silencio hermano de la épica. El silencio de los que sufren. Yo no sufro, pero también subo en silencio; respetuoso, “enmimismado”.
Y cuando el silecio se rompe lo rompen los ánimos. Estamos llegando a la cima y aparecen los espectadores. Con megáfonos, disfrazados de diablo, diciendo que ya lo tenemos hecho, que ya estamos arriba. Emocionante.
Me ofrecen otro periódico. Me vuelvo a poner el chubasquero. El manguito no me lo pongo, total es uno sólo. Empezamos el descenso.
Enseguida pasamos sobre un control de tiempo. Según mi pulsómetro llevo cuatro horas de recorrido. No es un buen tiempo; Eduardo dijo ayer que tu tiempo en Marie Blanque por dos es tu tiempo en la Quebrantahuesos. Según esa teoría acabaré en 8 horas. Justo... ¡muy justo!
Y sin embargo, yo tranquilo, con calma. El pensamiento sólo ocupó unos segundos de mi mente. El plan era comer. Saco una barrita y empiezo a comerla.
Demasiado pronto. El descenso es vertiginoso. No tengo tiempo para comer, frenar y negociar las curvas. Vuelvo a meter la barrita en el bolso y me centro en el descenso.
Precioso. El valle. El pueblo blanco de tejados grises. La carretera que serpentea ladera abajo. Los voluntarios avisando. La carretera seca y en perfecto estado. Como casi siempre, me pasa por la mente la idea de que subir esta bajada tiene que ser divertido; es la señal del que disfruta subiendo más que bajando.
La lección aprendida es que se come en el valle. Cuando notes que tienes que dar pedales para avanzar es el momento de empezar a comer. De ignorar a los que te adelantan. De probar a quitarte el chubasquero en marcha, como los profesionales. De conseguirlo sin que se tambalee la bicicleta. Dos barritas y sendos tragos de agua. Las sensaciones son buenas.
Y tan absorto estaba en ellas que sin darme cuenta estábamos en el comienzo del Portalet. El juez de la quebrantahuesos. Una breve parada a mear, me pongo en marcha y apareció el pensamiento del control.
Hasta entonces lo había sentido. Durante todo el recorrido había sentido que estaba controlando la situación, pero aqui el sentimiento se transformó en idea, en pensamiento, y me ocupó durante varios kilómetros.
La pedalada ágil, la velocidad alta y aun así fiel a la religión de los que regulan. Los kilómetros vuelan acompañados de la sensación de estar haciendo las cosas bien. De saber lo que va a pasar, de estar seguro de reaccionar bien. La comida, la bebida, la metereología, las fuerzas, los ciclistas, todo está bajo control, todo fluye... Inevitablemente me viene a la mente el “estado de flujo” que me explicaba mi cuñada y mi hermano el otro día. Que se te venga a la mente el concepto es seguramente una señal de que no lo has alcanzado ese estado, pero la sensación de control era real siendo, necesariamente, producto de mi imaginación.
En el avituallamiento líquido pido que me rellenen el botello de agua. Pregunto cuanto queda hasta el siguiente avituallamiento. Me dicen que 5 kilómetros pero yo se que son más, por lo menos 8 ó 9.
Raros estos kilómetros. A veces duros, a veces suaves, siempre para arriba. Me adelantan más que adelanto. No todo el monte es orégano. Regula, que sabes como hacerlo. Fue lo primero que aprendistes de Raul, el abuelito. Me alegro cuando un kilómetro tiene menos de un 7% de desnivel, la velocidad aumenta. Me regulo si la pendiente es más alta.
Ruedo ausente. No me quedan recuerdos.
Hasta que apareció la presa. Tan majestuosa como repentina. Señal de que el avituallamiento esta cerca. Una disculpa más para el optimismo a la que en breve se le sumó un tramo llano, incluso cuesta abajo, donde rodé muy rápido. Se acercaba mi parada en un avituallamiento.
Voluntarios sujetándote la bicicleta mientras tu rellenas bidones, cojes geles, barritas, platano, manzana un trozo de sandwich de jamon york y queso. Mear, estirar un poco y montarse de nuevo en la bicicleta. Aunque sea poco tiempo se nota la mejoría física y anímica. Y eso es bueno porque el puerto es largo. Todavía quedan otros 9 ó 10 kilómetros.
Kilómetros que hago regulando, jugando con los cambios, buscando el ritmo cómodo que pueda sostener. Sonriendo a los que me animan desde las cunetas, admirando el paisaje, disfrutando de la subida, de la sensación de control.
Hasta que te invade la emoción. Los espectadores se han multiplicado con el paso de los kilómetros. No se si el terreno se volvió más favorable o es que los ánimos me empujaban, pero ya no podía dejar de sonreir mientras aceleraba en la bicicleta.
Lágrimas. Tan ciertas como sentidas. Es la expresión del agradecimiento combinado con la alegría y el optimismo. David estaba allí animándome, pero yo no me enteré. Concentrado, emocionado, preparándome para el descenso y con la mente haciendo calculos temporales no me enteré de su grito de ánimo. Tenía ganas de descener.
Y esas ganas se transformaron en 77.8 km/h, mi record de velocidad sobre una bicicleta. La carretera es ancha, con visibilidad, invita a lanzarse. Yo lo hice. Pedaleando cuesta abajo. Buscando arañar segundos.
El giro a la izquierda. Ese que no vi el año pasado. Rodear el pantano y hacerlo a buen ritmo. Sólo, adelantando ciclistas, buscando el último puerto. Y cuando lo encontré lo metí todo y subi abriendome paso entre ciclistas; muchos ciclistas. Espectadores, muchos espectadores. Animos, muchos ánimos. No sentía que pudiese atacar el puerto, pero si sabía como defenderme. Y me defendí muy bien.
Me contaron que en Hoz de Jaca hay un avituallamiento líquido. Yo no lo ví. Yo me lancé al descenso sin descanso. Mucha atención en dos curvas peligrosas que no sólo tenían sus voluntarios sino que además tenían colchonetas en la parte exterior de la curva.
Hoz de Jaca se desciende en muy poco tiempo. Pero es suficiente para hacer que la cuesta que te saca a la carretera principal duela. Te clava, te baja a la tierra.
La carretera general es cuesta abajo, pero enseguida apareció el viento de cara. De cara entrando por la derecha. Búscate un grupo y asegurate de tener a la derecha a un ciclista.
El grupo parece bueno pero no tiran, no rodamos muy rápido. Voy progresando hasta las posiciones de cabeza. Me interesa que el grupo vaya más rápido. Colaboro, yo no es necesario reservar. Ahora sólo importa llegar... cuanto antes.
El último repecho viene acompañado con un giro a la izquierda. Repentinamente el viento ha pasado a darnos de culo. Es la señal para disparar los ataques, los sprints. Yo no entro en el juego. Voy rápido, pero no compitiendo con ninguno de los que me acompañan, no tiene sentido. Tomo la última curva y encaro la recta de llegada. Me levanto sobre la bicicleta pero no sprinto. De pie sobre la bici, me siento poderoso; pero me canso antes de cruzar la línea de llegada por lo que vuelvo a sentarme.
Lo conseguí; conseguí mi objetivo. Había acabado la Quebrantahuesos en menos de ocho horas. Nada más oir el pitido del detector del chip me paré a la derecha. Saqué el teléfono móvil y llamé a casa. Al poco uno de los de seguridad me dijo que tenía que irme. Jaime me llamó desde el otro lado de la valla, en el giro a la izquierda desmonté de la bicicleta y caí en la cuenta de lo que acababa de hacer.
Acabé la quebrantahuesos en menos de ocho horas y no había sufrido. Mis pulsaciones máximas habían sido 163 ppm y las medias sólo 135 ppm. No me había exprimido. Se queda uno con la sensación de que así no vale; esta no parece forma de cumplir un objetivo, pero que contento estaba.
Los números de la ruta:
- Kilómetros: 199.69
- Tiempo rodando: 7:35:30
- Tiempo total: 7:48:07
- Tiempo parado: 00:12:37
- Velocidad media: 26.20 km/h
- Velocidad máxima: 77.8 km/h
- Pulsaciones medias: 135 ppm
- Pulsaciones máximas: 163 ppm
- Calorías consumidas: 5.332 Kcal
- Es la 44 vez que montaba en bici de carretera.
- Tiempo total: 7:48:07
- Tiempo en la Marie Blanque: 3:59:42
- Tiempo en Hoz de Jaca: 7:13:52
- Velocidad media: 26,28
- Dorsal: 9044
- Categoría: E (35 a 44 años)
- Posición general: 3.334 de 8.715
- Posición en mi categoría: 1454 de 3386
pd. Al desvestirme me doy cuenta de que en realidad no había perdido un manguito. Lo tenia al fondo de uno de los bolsillos.
La crónica de Pablo en el blog del pakefte.
La representación del Pakefte en la Quebrantahuesos 2011 |
A cuidarse
Javier Arias González
2 comentarios:
felicidades "campeón"
se lo dura que es por expriencia y lo que cuesta a los "globeros" bajar de 8h.
animos y a por otra.
saludos.
Agustí de Girona.
cuando digo lo que cuesta, queria decir lo que "nos cuesta"
saludos.
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